PRIMERAS TRES PÁGINAS:
Año 1969
Sin duda la Navidad era para todas las familias
el día más anhelado. Llevaba cada año la cuenta regresiva desde el 1 al 24 de diciembre
por lo que el mes se me hacía más largo de lo normal; el 31 no tendría la misma
relevancia; y ya no habría entonces cuenta regresiva, sería un día como
cualquier otro y el comienzo de otra larga espera.
Nunca entendí por qué tanto escándalo y despeluque
por ese día sabiendo que el cumpleaños del Niño Dios se había celebrado hacía
sólo una semana. Era como si en ese último día del año se celebrara de golpe todos los días restantes
del año que estaba a punto de correr: ¿no era mejor comerse el pastel de a
poquitos para disfrutarlo más tiempo que engullirlo de golpe? — reflexionaba
entonces acerca de esa rara especie que era el ser humano: genio y estúpido al
mismo tiempo —. ¿Por qué será que los momentos más agradables pasan tan rápido
y los más aburridos tan lentos? ¿No será que una vida alegre se nos hace más
corta y una aburrida más larga? Bueno, lo único cierto es
que la torta o el pastel no duraban nada
y que casi todos días del colegio eran para mi eternos y aburridos a excepción
de los días de paseo, de los de la Semana Cultural Patronal, y de los del
laboratorio de Física y Química; y desde luego: las siempre tan anheladas vacaciones.
Seguramente alguien estará pensando que el tiempo pasa igual en cualquier
época, pero con profesores tan aburridos y amargados; y con tanta tarea y
lecciones —como si no tuviéramos nada más que hacer—, cualquier tiempo en dichos espacios
se me hacía eterno. La Teoría de La Relatividad de mi amiguisimo colega Albert Einstein
—a quien infortunadamente no llegué a conocer personalmente— era algo en lo que
frecuentemente rumiaba, por lo que ya se imaginarán que la velocidad por la que viajaba por el
universo estelar de mi mente era bien
veces superior a los trescientos mil kilómetros por segundo.
Notaba (en especial en aquellas
temporadas navideñas, pero también en otras fechas memorables o no memorables)
también que a algunos les gustaba sentirse bien por la noches y a otros bien
por la mañanas: unos vecinos se acostaban sobrios porque les gustaba sentirse
bien en la mañanas y otros se acostaban borrachos porque les gustaba sentirse bien
en las noches y mal en la mañanas: bueno, la cosa así como la libertad de
género sexual era cuestión de gustos y criterios ya que al fin y al cabo
estábamos pasando por la época más moderna de la historia y por lo tanto muchos
pensaban que no podían quedarse atrás en el sentido que ya iba siendo hora de desechar las creencias que se había
arraigado por más de dos mil años. Abrazar una nueva religión o una personalizada que no tuviera nada que ver con
la católica llamaba a muchos la atención en los ateos que no querían ser ateos
o en aquellos que les daba pereza ir a misa los domingos porque les caían mal
los curas.
A
mí, como buen chabacano, personalmente me gustaba sentirme bien por las mañanas
—algo así como un alma limpia, pura y casta—; aunque años después, en mis tiempos perdidos consideré como un deber
fraternal sentirme mal en las mañanas, sobre todo las de los sábados, pensando que así podría
solidarizarme con mis pobres amiguitos que querían siempre aparentar no sufrir las
penas de sus soledades —tal vez por eso hacían bromas y carcajeaban todo el
tiempo como si todo estuviera mejor de lo pensado—. Muchos años después casi todos ellos se volverían aún más bromistas, sonrientes y amargados. La prueba de fuego para adquirir esa nueva faceta o personalidad radicaba en que habían de odiar con toda el alma con toda la mente y con todas las
fuerzas a un señor de apellido Uribe dizque
porque había cometido el atrevimiento y la osadía de sacar a millones de colombianos de sus devaneos
y fantasías que la guerrilla colombiana y los comunistas habían fácilmente metido
en las cabecitas de aquellos a quienes por ese entonces ya solían frecuentar los atestados clubes de los corazones
solitarios.
Lo cierto fue que un día el noventa y tres por cientos de mis conocidos comenzaron a hacerme el quite, y los que por alguna razón no podían, trataban
inútilmente de hacerme comprender lo maravillosa que era la vida y el mundo —siempre con una sonrisa a flor de labios—. Por todo ello y mucho más las personas desconocidas llegaron a ser mis mejores amigos; cada día salía y charlaba con
ellos en todas partes. Tenía desconocidos en todas partes y de todas las
edades, razas, condiciones, sexo y credos; hablábamos de todos los temas, y me atrevo
a decir con toda veracidad que la tenían
bien clara con respecto al buen concepto y alta admiración que sentían por el personaje
que odiaba el noventa y tres por ciento. De seguro este sería
uno de los motivos de por qué tan solo el siete por ciento de mis amigos eran tan
alegres y optimistas: nunca se habían colado en Transmilenio y siempre eran los
primeros en ceder allí sus puestos; cosa ésta que les producía una satisfacción
y alegría aún mayor que cuando perdían un juego de ajedrez con su mejor amigo ante una jugada magistral y elegante de éste.
Yo tenía sueños raros, o me sucedían cosas
realmente particulares. Por ejemplo; un día una amargada señora que se las daba
de sentirse muy feliz, realizada y contenta pilló a su marido en su propio
lecho nupcial jugando quien sabe a qué con una queridísima vecina. En verdad nunca se sabía en qué bando
jugaba el tal marido; unas veces estaba de acuerdo con los que nunca había
estado de acuerdo; y otras, no estaba de acuerdo con los que siempre había
estado de acuerdo. Se notaba entonces que este señor había fingido y mentido
tanto que la sonrisa auténtica había desaparecido por completo de su
rostro para dar lugar a una de esas siniestras expresiones propias
de los maniquíes o de las marionetas. Pues resulta que el descarado marido, —bien
original, persuasivo y creativo— le sale de la forma más natural del mundo, y como
si nada se hubiese visto o pasado con el
siguiente cuentico a su aterrada y enfurecida mujer:
—No fui yo; porque yo, a quien estás
viendo, no soy yo.
— ¿Entonces quién eres? —le replica su volumétrica
esposa mientras en su rostro se veía el desconcierto y transformación.
—Él es yo. —O sea que él no era él; que
él era yo que me había disfrazado de él.
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